
Hace pocos años iba con mi esposa en un avión rumbo a la Feria del Libro de Aguascalientes, y la señora que venía en la fila de asientos contigua nos sacó plática, preguntándonos si no recuerdo mal por los libros que íbamos leyendo, y así venimos platicando el resto del vuelo. Cuando aterrizamos, mi esposa me dijo “¡Es Julieta Fierro!”, y resultó que iba también a la feria, por lo que compartimos transporte hasta el hotel. Cuando más tarde bajamos a cenar estaba ahí ya sentada y le preguntamos si podíamos acompañarla
Desde ahí comenzó una entrañable y divertida amistad que devino también relación editorial, y a lo largo de los años y encuentros, absolutamente cada ocasión con Julieta era tanto motivo de asombro por lo impresionante de su sabiduría y conocimiento, como por su vocación para reír y hacer reír. Como si la mejor forma de reconocerse como una de las mentes científicas más relevantes de nuestra época fuera precisamente no tomarse demasiado en serio, y recordar que el verdadero conocimiento es ante todo desenfadado y lúdico, casi como si resultara el vivo ejemplo de la máxima de Nietzsche que reza: “Madurar es recuperar la seriedad con la que se jugaba cuando se era niño”.
En esa misma feria de Aguascalientes asistí por primera vez a una de sus conferencias que parecían más que nada una rutina de stand-up sobre los más profundos y enigmáticos misterios del universo. Le ponía al público que pasaba al frente antenas de extraterrestres mientras explicaba de manera muy didáctica las teorías más rigurosas sobre los viajes espaciales y la velocidad de la luz. Creo que al igual que le sucedió a miles de personas, fue gracias a la pasión divulgativa de Julieta que pude empezar a comprender algunos de los fenómenos del universo.
Julieta ganó todo tipo de premios y reconocimientos a nivel nacional e internacional y recibió numerosos doctorados honoris causa. En 2023 fue elegida como miembro de la Academia Estadunidense de las Artes y las Ciencias. Hay en Iztapalapa un mural de gran tamaño con su rostro y la librería del FCE de la misma demarcación lleva su nombre. A menudo bromeaba con que debía ir al supermercado a las siete de la mañana, cual verdadera rockstar de la astronomía, si quería poder hacer sus compras pasando inadvertida. Hay incluso una luciérnaga que vive en las inmediaciones del Instituto de Biología de la UNAM, que fue bautizada en su honor como Pyropyga julietafierroae. Y sin embargo era siempre toda modestia y agradecimiento, cuando en realidad quienes debíamos estar agradecidos éramos quienes teníamos la oportunidad de trabajar con ella y compartir su mente y su vitalidad tan contagiosa.
Al visitarla en su departamento de Copilco recordaba que había una regla para quienes entraran en su hogar, y era llevarse consigo un chocolate Ferrero Rocher de los que guardaba en una cajita de su sala. En una de las últimas ocasiones en que estuve ahí, me mostró en su computadora fotografías de un evento en el Museo de Antropología de Xalapa, a propósito de un maravilloso libro sobre astronomía mesoamericana que se encuentra ya en preparación, donde había conseguido que el director del museo se vistiera para el evento con un disfraz verde de águila, y uno de sus colaboradores de tuna. Me regaló una de las serpientes de dos cabezas de plástico que pensaba aventar al público durante las presentaciones, y me mostró fascinada códices prehispánicos donde se representaban enemas aplicados con calabazas o bules tanto con fines curativos, como para introducir de manera anal sustancias intoxicantes. Había comprado un látigo de juguete que tronaba con destreza, mismo que si uno intentaba tronar no hacía el menor chasquido. Al terminar la reunión insistió en acompañarme caminando hasta el mero andén del metro Copilco, casi como si fuera una madre que lleva a su hijo al transporte para el colegio, lo cual en un sentido amplio y metafórico, es exactamente un poco lo que sucedía ese día.
La vi todavía por última vez el día anterior a su partida. No se sentía bien y había sufrido un par de desmayos, que achacaba a haberse quizá levantado demasiado deprisa, pero confiaba en sentirse mejor y retomar pronto sus actividades normales. A pesar de que claramente se sentía falta de energía, no tuvo más que como siempre puras palabras de cariño y gratitud, ante las que cual rutina ya ensayada uno le recordaba que la gratitud en realidad era de este lado para con ella. Cuando abrió la puerta prefirió que nos saludáramos de lejos, pues como se sentía enferma no quería contagiar de nada, pero al momento de irme sí nos dimos el caluroso abrazo de costumbre, solo que en esta ocasión se omitió el ritual del chocolate.
Un día después, la noticia de su partida ha causado enorme tristeza y conmoción generalizada, pues como la luciérnaga que lleva su nombre, Julieta iluminó y alumbró el camino a miles y miles de personas. Pero, como bien sabemos, la energía no se crea ni se destruye, tan solo se transforma, y la luciérnaga, la estrella, el planeta, el universo que fue y seguirá siendo Julieta Fierro, continuará cobijándonos con su brillo y sus fantásticos enigmas. Gracias por tanto, querida Julieta, y el rock and roll que se quedó pendiente lo seguiremos bailando igualmente cada vez que con enorme cariño te recordaremos y sigamos pensando en ti.
(milenio.com)