
En medio de un escenario global marcado por tensiones geopolíticas, guerras comerciales y cadenas de suministro en riesgo, América del Norte no es una opción, es la apuesta estratégica que definirá el futuro de México, Estados Unidos y Canadá. En un planeta que se reconfigura a pasos acelerados, el destino común de la región es claro: integrarse como bloque o resignarse a perder influencia frente a Asia y Europa.
La magnitud de la relación entre México y Estados Unidos es contundente. En 2024, el comercio bilateral superó los 500 mil millones de dólares, con más de 80 por ciento de las exportaciones mexicanas dirigidas al vecino del norte. Por cada dólar exportado, alrededor de 40 centavos provienen de insumos estadunidenses, prueba de que la competitividad de Norteamérica no se entiende como “ellos” y “nosotros”, sino como una red integrada de producción. Un arancel mal calculado no solo afectaría a México: desmantelaría décadas de cooperación que fortalecen la manufactura y la competitividad de Estados Unidos.
El nearshoring es otro de los grandes catalizadores de esta integración. Empresas globales miran a México como el lugar ideal para reubicar sus operaciones, atraídas por la cercanía al mercado estadunidense y la estabilidad del marco trilateral del T-MEC.
Entre 2022 y 2023, la inversión extranjera directa vinculada a este fenómeno creció más de 40 por ciento. Pero esta no es una oportunidad automática, requiere infraestructura logística, energías limpias y una apuesta fuerte por la educación técnica y la innovación.
México está llamado a ser el puente entre sus dos socios y América Latina. No solo por su ubicación geográfica, sino porque su población joven y su comunidad binacional de más de 40 millones de personas en Estados Unidos aportan dinamismo, talento y una fuerza cultural que trasciende las fronteras.
Esa conexión cultural convierte al país en el articulador natural de una identidad norteamericana que puede ser tan poderosa como la europea o la asiática.
La transición energética y tecnológica son otros campos indispensables de cooperación. Canadá ofrece abundancia de recursos naturales; Estados Unidos, liderazgo en innovación; y México, capacidad manufacturera y una creciente red tecnológica.
Ciudades como Guadalajara y Monterrey ya son polos de desarrollo digital y manufactura avanzada. Pero el reto no es local, es regional. Una estrategia conjunta en inteligencia artificial, semiconductores, biotecnología y energías limpias podría hacer de Norteamérica el líder de la nueva economía global.
El bloque, sin embargo, no puede construirse solo con cifras. La verdadera prueba está en la cohesión social y en la capacidad de enfrentar juntos problemas comunes: seguridad, narcotráfico, migración y movilidad laboral. Aquí, la tentación de las soluciones unilaterales —muros, aranceles, cierres fronterizos— no resuelve nada; por el contrario, pone en riesgo una comunidad de más de 500 millones de personas que necesita cooperación para prosperar.
El 2026 marcará un hito: por primera vez, la Copa del Mundo tendrá como sede conjunta a México, Estados Unidos y Canadá. Más que un evento deportivo, es la metáfora perfecta de lo que puede ser Norteamérica: un proyecto compartido que exige coordinación en infraestructura, seguridad y movilidad, pero que también proyecta una identidad común hacia el mundo.
México tiene en este tablero un papel protagónico. Si juega su carta con visión estratégica, no como socio subordinado, sino como articulador regional, puede impulsar a Norteamérica a consolidarse como un bloque con voz propia en el siglo XXI.
El mundo se reorganiza en bloques. La pregunta no es si México, Estados Unidos y Canadá pueden competir unidos contra Asia o Europa; la pregunta es si están dispuestos a asumir la paciencia estratégica necesaria para transformar la interdependencia en fortaleza común.
Porque, como en todo proyecto a fuego lento, lo que se cocina entre vecinos puede convertirse en un platillo de alta gama en el nuevo orden mundial.
(milenio.com)